Justo Luperón
Un 16 de diciembre del tristemente recordado 1957, tomo sus dolores a cuesta y nostalgia en el alma. Su lacerante preocupación desdibujaba el rostro. Mi padre se marchó. Iba en busca de una salud que se le escapaba. La buscó en la clínica del Dr. Forchue; en la del Dr. Alcibíades Espinosa, ambas en Barahona . Y nada. En curanderos locales, de San Juan. Por doquier mi padre guapeó por el encuentro de una salud que se escapaba poco a poco. Se enrumbó hacia San Pedro de Macorís. !Por fin!. Parece que sí. Un halito de esperanza encontró con trato del Mr. John. Al cabo de un tiempo, volvió al hospital donde operaba este médico prestigioso que inspiró la confianza en mi aquejado padre, Justiniano Luperón.
Recuerdo, noches antes de marchar al esperado nuevo encuentro con su médico. Por la madrugada. Una de esas sumergido en sus dolores. Mi progenitor me despierta: -Ven, Manuel. Dame un sobo en la espalda. Soñoliento pero con la impronta de que mi padre me solicitaba. Me tiré de la cama y agarré el «cebo de Flandes», calentándolo un poco comencé a darle un masaje a la espalda de mi padre. En ese instante fui el niño mas feliz de la tierra. Estaba sirviéndole a él que era mi todo. Mi ejemplo, mi amor, mi protector y…ahora, necesitaba de mi.
Por cierto, fue un regalo de vida que tuve en obsequio. Mi madrasta, Doña América Berroa, con el propósito de su nuevo viaje a San Pedro de Macorís para acompañar a mi padre, se había quedado en casa de su hermana Dona Angélica Olivero. Mi padre había quedado bajo mis atenciones y cuidado. Yo un niño con apenas trece años de edad.
Fue mi útimo contacto real antes de su partida, pues a las cinco debía abrir las puertas del colmado y después prepararme para ir a la escuela. De la que, a mi regreso, ya se había marchado a su cita en búsqueda de una salud que se escapaba poco a poco de las manos. Mas no de la fe.
Justiliano Luperón, procreó con mi madre el primogénito de ambos. Soy, por suerte, el primero hijo de mi padre al igual de María Caridad Feliz, (Talita), mi señora madre. Luego Don Justiliano, al separarse de mi madre, se enamora perdidamente de una dama, hermosa, alta y también tierna, (igual mi madre me tuvo a los 15 años) de nombre Altagracia Melo (haciéndole justiciero honor a su nombre). Con doña Altagracia llega como una luz en el camino de Don Justiliano su primera niña hembra Diega Luperón Melo -Dieguita-. Fue Diega para mi padre, como un juguete esperado. Su razón de ser. Amaba mi padre a mi hermana con ese amor profundo y puro. Después llega mi hermanita Elazia, quien muere sin apenas llegar a conocer el sonido de su voz decir papá. Cómo se desconsoló, este recio hombre. Le vi llorar. Me abrazó y camino conmigo hasta el fondo del negocio que teníamos en la calle Santomé, un colmado de multiservicios para la barriada. Allí, debajo de un gran cuadro que mostraba la imagen del «Ojo del Gran Pode de Dios» y al lado de nuestra mascota, el amado perro «Dogui» que llegó a la vida de la casa, precisamente al producirse el nacimiento del primogénito del Don. Mi querido padre me abrazó fuertemente y lloró conmigo. Mi padre me mostraba como era el color del dolor. Cómo tenía la lágrima un sabor no salado, según suele decirse, sino agridulce. Amargo en definitiva. Porque ver sufrir a mi padre aprendí a valorar el sentimiento filial de las cosas de familia.
Podría ser un año y medio mas tarde. Nace mi hermanita Martha. Bella, dulce como un mango maduro, tan semejante a las quenepas del patio de mi abuela y las guayabas que cuidaba, la buena de doña Inocencia en los predios de los «Guayacanes». Así era de comparable la naciente reina de la alegría de la casa Luperón Melo. A decir verdad, me enamoré de esta ternura nacida al calor de una espera anhelada.
Lamentablemente el trato imprudente de una joven mujer que se le encarga el cuidado de la criatura, permite que al darle un alimento líquido, no se percibe que la infante no ingiere el alimento y forza. Mi hermana se ahoga e irremediablemente muere antes de que la familia pueda intervenir. Perdemos nuestra segunda hermana. Yo no pude asimilar esta pérdida y ante la experiencia de la anterior, no sabía como diferenciar esta situación.
Que decir de mi padre. El al mimos ritmo de mi sentir, se había abrazado perdidamente ante el embrujo encantador de este retoño que la vida le había traído en un ser que estuvo destinada a llenar de risa y nuevas voces a la vida de mi familia.
Pero esa es la lección que debemos aprender. Conocer y soportar. Sin embargo, El «Ojo del Gran Poder de Dios». Observó con piedad a Don Justiliano Luperón, porque le trajo como regalo al que sería el verdadero anhelo cumplido, otro hijo y varón. Se volvió como loco mi padre. Le vi reir, bailar, brincar. Se tornó conversador y afable. Regalaba puño de monedas de centavos a la muchachada numerosa del barrio -porque a decir verdad parece ser que todas las familias, bien ampia en miembros, del sector de los «guasos» o zona de tolerancia como se le llamaba al área donde mi padre estableció su negocio de compras y ventas de frutos, frutas y otros productos agrícolas; botellas vacías en gran escala; quincallerías y hasta muebles-. Yo tuve la impresión que todas las madres del entorno entre Villa Estela y esa zona mediana de El Birán se hubieran puesto de acuerdo para parir por esos años del 1944-49 y 50. Éramos un ejercito de rapaces, vivarachos y llenos de una vitalidad enorme. Mis hermanos de época de quienes guardo un gran y profundo cariño hoy por hoy.
Mi querido hermano Teodoro Luperón Melo (Teodorito) ocupó en la vida toda de mi padre su razón de ser. Su palpitar y puedo asegurar que a la hora de su muerte, quizás fue su pensamiento para sus hijos; pero con mayor intensidad para Teodorito. Me juego la vida en afirmarlo.
Mi padre murió un 16 de diciembre del 1957. Dejó huérfano a sus hijos amados. Murió joven, 42 años apenas. Yo no pude disfrutar a mi padre en el desarrollo de mi adolescencia. Ni mis hermanos crecer bajo un mismo techo y amarnos y definir nuestras vida como lo que somos. En este aniversario de su muerte que año tras año yo conmemoro en silencio a veces y comparto en las tantas familias que he tenido que construir con mis habilidades, nunca me ha punzado tanto el dolor de no estar con mis hermanos Dieguita y Teodorito. Porque tampoco tengo a mi soprte espiritual y moral Doña Manuela Luperón, la «aguela» recia y tierna a la vez. Dadora de amor a granel. Tengo más de 55 años que no veo a mis hermanos que tengo hambre de abrazarlos. Besos y amor filial para ellos. Hagamos una oración por Don Justiliano Luperón, hombre que supo ser padre. Amando a sus hijos. Dios: Paz a su alma.
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